Comer en la jungla
Basado en relatos de los ex-secuestrados de las FARC-EP, compilados en el libro Sancocho de Mico
Antes de empezar tengo el deber de aclarar que ésto no es un testimonio de una persona, es la recopilación de muchos testimonios sobre practicas alimentarias durante el secuestro recopilados y analizados en el libro Sancocho de mico, del profesor y amigo Felipe Castilla. Esta crónica gonzo, pretende compilar y representar éstas practicas, lo que narro acá ocurrio a muchas personas en distintos momentos y con resultados variados. El secuestro es algo que nadie debería vivir, y espero que se note.
El aroma a humedad de la jungla nunca dejará de serme ajeno. Luego de tantos años en éstas, no consigo dejar de olerlo cada mañana. Hoy, como estipula nuestro orden autoimpuesto, me toca ir a recoger los huevos de las gallinas que nos regalaron. Desde que descubrimos que el desodorante es combustible, los desayunos han mejorado un poco: pasamos de huevos crudos a cocidos. Aunque sea un poco de dignidad en este encierro. También olemos peor, eso es cierto, pero hasta el momento nadie se ha quejado de comer los huevos cocidos.
Hay una cierta rutina de la que no podemos escapar: levantarnos con el sol, desayunar, el tinto de la mañana, caminar por la selva, parar a almorzar, el tinto de la tarde, esperar la noche, comer, repetir. Todo sea dicho, no hay entrenamiento militar que me preparase para esto. Esto no es disciplina, es tortura. Aunque, dentro de todo, podría ser peor. Siempre puede ser peor.
El principio del fin de la marcha se marca por la instalación de los rancheros, los disque cocineros, aunque de ello tienen poco. Los únicos que reciben comida de cocineros de verdad, o al menos con algo de idea, son los comandantes. Hoy nos toca arroz con lenteja, y para colmo me toca servirlo a mí. Elvira está enferma. Le serví la porción más grande. Sé que no es lo que todos quieren, pero a todos en algún momento nos ha tocado la posibilidad de comer de más y llenarnos por un rato. Las lentejas no son feas, pero definitivamente no están buenas. Dios sabrá por qué, a los rancheros les da por echarles un tarrado de aceite que queda nadando sobre las lentejas, y encontrarse con un poquito de especias es prácticamente un milagro. La humedad las daña, o eso dicen. Lo único que sobrevive por estos lares es lo que está enlatado, o si tenemos suerte, lo que los guerrillos puedan cazar y tapar en sal y humo.
Depende de dónde andemos, han cazado miquitos, tigres, dantas, lapas, chigüiros. Los peores han sido los micos. Se parecen mucho a nosotros, y le toque a uno un pedacito que no recuerde a nada... uno sabe cómo se veía el animal vivo. Una vez cazaron un tigre. ¿Cómo así que un tigre? Pues ni idea, porque de esos se supone que no hay acá. Pero yo lo vi con mis propios ojos. Le metieron muchos tiros para matarlo, pero sí era un tigre, le vi el patrón naranja y todo. No sabía mal, pero sí era muy fibroso. Los mejores eran los chigüiros, uno bien acostumbrado a comérselos por los asaderos de las rojas, y vienen a cazar un par. Esos eran pedacitos de nostalgia.
Luego de comer, acostumbro hacer ejercicio con González, otro de tantos militares que tienen acá sufriendo, disque para intercambiar rehenes. González dice que ayuda a despejar la mente, y le creo, porque con el cuerpo cansado uno no quiere pensar en nada. Todos tienen su manera de mantenerse cuerdos: unos leen, otros le hablan a las plantas, nosotros hacemos ejercicios. Durante nuestras prácticas, se acerca un guerrillo con una jarra de manchatripas y nos da un vasado a cada uno. Eso sabe como a frutiño rendido, pero al menos oculta ese sabor maluco del agua hervida. Luego de tomarlo, terminamos con el ejercicio y caminamos hacia el grupo.
Todos están con tusa de la Navidad. En las novenas nos dieron natilla y buñuelo, y pudimos hacer chicha y masato, hasta un comandante nos regaló un whiskey. González se emborrachó y se guasqueó en la chucua. Esta vez hasta bailamos con los guerrillos. Por unos días pareció que no se acercaban los aviones del ejército. Hace dos semanas que se acabó la comida rica, pero la nostalgia no se ha ido. Extraño comer la natilla con mi mamá, con mi tía, mi esposa. Como todos acá, se nota en sus miradas perdidas, en la falta de sonrisas.
Justo después de la cena, se me acercan todos con un vasito y unos tarritos. ¡Hijueputa, se acordaron de mi cumpleaños! No sé quién lleva la cuenta, pero gracias. Me cantaron el feliz cumpleaños y me hicieron el blanqueado correspondiente. La espuma que sale de batir el café soluble con el azúcar es de los pocos placeres dulces que tenemos por acá, quitando las gelatinas de pata que cada vez vemos menos. Mientras me relamo el bigote y los dedos, termina de bajar el sol, y nos mandan a dormir, y a repetir todo mañana otra vez. Ojalá no toque caminar. Ojalá cacen algo rico. Ojalá pueda volver a casa con mi familia. Ojalá se acabe esta mierda de una vez.
Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?